En Cuclillas

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (...)El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. (Borges)

14.3.14

NACIDA EN DOMINGO

A todas las mujeres  que han elegido parir, paren y seguirán pariendo, algunas siendo conscientes del proceso fisiológico  que enfrentan, otras creyendo que lo son, y las últimas sin serlo.  A mi madre. A todas las mujeres que eligen, porque la maternidad es siempre una opción.

A todas las mujeres de El Parto es Nuestro, poderosas y solidarias, porque sin ellas, sin vosotras,  yo no hubiera llegado hasta aquí. Gracias, Leti.  Gracias a todas por haberme acompañado durante dos años, por solucionar mis dudas, por creer en mí. Gracias de verdad. 

A mi compañero. Por estar siempre a mi lado, por sostenerme y auparme, porque sin ti hubiera sido diferente.

A mi niña. Porque cuando nació pensé que también tendrías la opción de parir.



Mi niña nació en domingo. El Domingo 16 de febrero, a las veinte y diecisiete de la tarde. Cuando la tuve encima de mí pensé, irremediablemente, en aquello de que los niños que nacen en domingo tienen buena estrella. Esa es la frase con la que empieza uno de mis libros preferidos de Infancia, que se titula así. Nacida en Domingo. Pensé “ha nacido en domingo”, va a tener muy buena suerte. Y la miré, cubierta de vérmix, blanca, suave, redonda, y luego pensé en su condición de mujer, en las luchas que le quedan por continuar, en su capacidad de parir. Después le di la Bienvenida al mundo, tal y como mi madre saludó a mi hermana cuando nació.

Es verdad que parece que fueron muchos pensamientos, pero así fueron. Acababa de tener a mi hija a cuatro patas, en la bañera del Hospital de Torrejón, y comencé a responder a las matronas que me acompañaban que sí, que era muy guapa. Todo el embarazo convencidos de que los recién nacidos son siempre feos y resulta que mi niña era un nenuco, una muñeca.

Pero para abrazarla, para abrazarte, muñeca, pasaron muchas cosas antes. Antes tuvimos año y medio de búsqueda, ilusionante al principio, desesperante al final. Y llegaste por sorpresa, cuando nos quedaban apenas quince días para ir a la cita donde por fin nos daban una fecha para la inseminación. Al mes tuvimos un gran susto que nos dejó aterrorizados todo el primer trimestre. Un sangrado abundante nos hizo creer que te escapabas.  Te hiciste de rogar y la búsqueda y la espera permitieron también que yo me zambullera de lleno en el proceso de comprender un parto sin epidural, un parto normal. Comprender el parto como un proceso fisiológico natural al que perderle el miedo.  Tomar la decisión y creérmela, creer en mí y en mi cuerpo, como tantas veces me decían en El Parto es Nuestro, fue lo más difícil. Pero llevaban razón. Todas podemos.

Mi niña nació en domingo, pero el jueves por la noche las contracciones ya se hicieron notar. Ese dolor de regla que casi no te deja dormir, pero que intentas olvidar con tal de no salir del calor de la cama. Me levanté temprano, desayuné  y me quedé profundamente dormida en el sofá. A las tres de la tarde, cuando vino tu papá, comimos y seguí durmiendo. Por la tarde estaba hecha polvo, agotada, y buscamos en internet si podía ser un signo de inicio de parto. Llegué a pensar que tenía fiebre o me estaba poniendo mala. Ahora supongo que es el propio cuerpo, que aventura, que sabe, y que te tumba para tener energías a la hora de la verdad. Me había pasado todo el viernes durmiendo. Por la noche, las contracciones volvieron, me despertaban a cada momento, pero me levanté con energías y con ganas de salir. Seguía lloviendo, pero necesitaba tomar el aire. Era sábado y hacía más de veinticuatro horas que no me daba ni un paseo.

Me obsesioné con ir a comprar un sujetador de lactancia, recuerdo. Así que cogimos el coche los cuatro: Tu papá, tu mamá, las contracciones y tú.  Me dolía bastante, pero seguíamos sin ver claro si era ya parte del proceso de parto o no. Compramos el sujetador, compramos algo de ropa que se nos encaprichó para ti, y a cada momento yo me agarraba a las barras del centro comercial, cerraba los ojos y dejaba pasar la contracción. Recuerdo que la gente me miraba, pero yo no quería estar en casa obsesionada con el número de veces que me dolía y los minutos. Todo lo que habíamos leído es que las primerizas pueden tardar días en borrar el cuello del útero y en dilatar los tres primeros centímetros, y nos preocupaba mucho que esas contracciones que llevaba ya sufriendo de manera cada vez más regular varios días, no fueran todavía parto. Que no fueran efectivas, que no sirvieran para nada. Cuando volvimos miramos de nuevo el libro de El Parto Seguro, el lugar donde explican  que siempre sirven para algo, que es adelantar trabajo y que sobre todo hay que tomárselo con calma y descansar. No desesperar. Comimos, estuvimos tranquilos por la tarde y las contracciones se relajaron bastante. Al limpiarme salió algo de sangre, y poco más tarde algo que nos pareció el tapón mucoso. Eso me animó porque significaba que sí estaba funcionando mi cuerpo. Por la noche vimos una peli que ponían en la tele, porque yo no quise alquilar nada, no me sentía muy concentrada, la verdad. Y cuando acabó, tuve un momento de pánico. Ya está. Estaba de parto. Esto tenía que ser parto. ¿Cómo iba a ser capaz de parir? ¿Yo sola? ¿Mi metro cincuenta y tres iba a poder parir de manera natural a un bebé? Le dije a tu papá que…esa noche me venía mal. Y nos echamos a reír.

Nos metimos en la cama y las contracciones subieron de intensidad. Era imposible estar tumbada.  Obsesionados con dormir nos pasamos tres horas intentando encontrar la postura sentada con la que pudiera echar una cabezada. A las tres y media de la mañana comprendí que no era posible. Mandé a dormir a tu padre y me dije a mi misma que si no era parto ya dormiría mañana, y que si lo era, pues tocaba empezar.

Me di una ducha larga, larga, larga. Qué placer. Salí y me puse cómoda. Conté una hora las contracciones. Eran intensas pero no duraban un minuto. Me aburrí a la hora. Dejé de contarlas. Me fui al salón y me puse a leer en la pelota de pilates. Iban y venían, iban y venían y comenzaban a doler de verdad.  A las siete de la mañana se despierta tu papá, viene al salón, me pone el saquito de semillas, la calefacción, se coloca detrás de mí en la silla y consigue aliviarme bastante. Comienza él a contarlas. Yo dudo todavía. ¿Será parto? ¿Y si no es? ¿Y si vamos al Hospital y me dicen que no tengo ni borrado el cuello del útero? ¿Cómo voy a aguantar más noches sin dormir? Me dice que es parto, que cree que tendríamos que irnos.  Acordamos ir arreglándonos pero cuando ya he salido de la ducha de nuevo y me he vestido descubro que me quiero ir YA.

Media hora a Torrejón desde nuestra casa. Disminuyendo en las contracciones, acelerando en los descansos. Agarrada a la parte de atrás del coche y con la incertidumbre de saber si estos días iban a servirme de algo. Un domingo de mañana clara con la carretera vacía nos ayudó a llegar pronto y aparcar en la puerta de Urgencias. Entré despacio, con la cara desencajada pero sin miedo. Para mí eso fue lo mejor. Saber que no iba a tener que pelear con el personal del Hospital. Sin miedo. Me pusieron la pulsera. Me pasaron. Me hicieron andar hasta paritorios. Iba despacio y parando. Yo sin abrigo, con calor, agarrada a las barras de las puertas por primera vez. Sin saber que todavía iba a recorrer esos pasillos y a utilizar esas barras dos veces más. Me reciben por mi nombre, se presenta la matrona con calma. Me explica que me va a hacer un tacto. Le pido que lo haga con cuidado. Me dice que lo hará. No me duele. Me explica que ahora puedo sangrar, que es normal y que no me asuste. Asiento. Preocupada le pregunto de cuánto. Me dice que tengo borrado el cuello del útero y que estoy de dos y medio, casi tres. Que estoy ahí ahí. No me queda muy claro qué significa y sigo algo asustada por si deciden mandarme a casa. Tu papá me dice que no es probable, que venimos de lejos, que me relaje. Que ya está, que sí servían para algo esas contracciones de días. Me explican que van a darme un poco de tiempo y que lo voy a pasar en monitores. Descubro que no me gustan los monitores. Cada vez que tengo una contracción la tripa se pone tan dura, tan dura, que pierden tu latido y tienen que venir a recolocarlos. Al rato vuelve la matrona y me dice que todavía no son contracciones de parto y yo le explico que las tenía, pero que al venir se han parado. Muy amable me comenta que suele pasar, que me relaje y que es normal. Que me dejan un rato más. Ahí ya vuelven. Increíble el poder de la oxitocina. Increíble cómo lo para la adrenalina. Hay mucha luz fuera, porque es un día de esos blancos con nubes impolutas, que cruzan el cielo y parece como que anuncian tormenta. A veces sale el sol y me da. Tengo mucho calor.



Cuando regresa la matrona recuerdo que me dijo “Ahora sí, Virginia”, y me sonríe. Nos informa de que han leído nuestro plan de parto y nos pregunta si seguimos con nuestra idea de un parto no medicalizado y lo menos intervenido posible. Le decimos que sí y entonces nos dice que no nos da el alta, pero que nos vayamos a la cafetería, desayunemos, y nos demos un paseo. Que volvamos a las dos horas aproximadamente.

Nos vamos, pasito a paso, habiendo dejado un montón de bolsas en un cuarto que nos prestan. Llevamos la pelota, una lamparita pequeña, una manta eléctrica, libros, mi ropa, su ropa, tu ropa… Y vuelvo a asirme a las barras de seguridad de las puertas. Vuelvo a pararme cada instante, abro los ojos para andar. Los cierro para encajar. El camino es largo. Lo hacemos largo. Escribo un par de mensajes. A mi madre, diciéndole que estoy en el rastro, para que no se agobie si no sabe de mí. A mi hermana, contándole la verdad. Y a un par de amigas, que estaban pensando en mí.

En la cafetería pedimos fruta, una magdalena, un zumo. Intento comer un poco, para coger fuerzas. Como y me molestan los ruidos. Los niños que hay, los adultos que gritan, las conversaciones que se cuelan. La gente me mira, pero me da igual. Estamos un buen rato y decido que ya no quiero más. Quiero mi habitación con mi taza de wáter y mi ducha caliente, necesito intimidad. Deshacemos el camino despacio. Yo de nuevo agarrada a las barras y él cargado con los bolsos y los abrigos. Al llegar, ha pasado hora y media. Le digo que necesito mi habitación. Asienten y me pasan a monitores, donde de nuevo las contracciones bajan, se relajan, como si supieran que estamos vigilándolas. Se acercan y lo explicamos, comprenden y dan más tiempo. Ellas regresan con más fuerza. Al rato me dicen que van a explorarme de nuevo. Con sumo cuidado, entre contracción y contracción, me hacen un tacto. La matrona me mira, sonríe y me dice que he hecho un gran trabajo. Yo estoy ya muy sensible, vulnerable, emocionada. Le pregunto de cuánto y me dice que de tres y medio casi cuatro. Y a mí me parece poco, me parece mal, olvido todo lo que he leído sobre que los tres primeros centímetros en primerizas constituyen la mitad del camino. La matrona, la que será mi matrona durante todo mi parto, durante todo tu nacimiento, sonríe y habla dulcemente. Se llama Natalia. Dice lo que tiene que decir, lo que necesitas oír, lo que has leído durante meses, y lo dice para que te lo creas, porque es verdad, pero es necesario hacerlo real.  Me explica con voz tranquila que he hecho un gran trabajo, que he llegado a la mitad del camino, que he sido muy fuerte aguantando todos estos días. Que el parto es un proceso fisiológico normal, que hay que darle  tiempo al cuerpo, porque va despacio.  Me da la enhorabuena y a mí se me caen las lágrimas y le doy las gracias. Me dice que me ponga un camisón y que cuando esté vestida me lleva a mi habitación.

Es la número 5. Y me gusta. Nací un día 5 y no sé por qué me parece un buen presagio. Quizá porque hay momentos de la vida donde nos gusta ver signos de optimismo en lo que nos rodea, para poder agarrarnos a ellos, como yo me agarraba a las barras de seguridad de las puertas.  La habitación es amplia, tiene vinilos y la cama no está rodeada de instrumental.  No me siento en ningún momento en un sitio frío e impersonal. Cuando se va, me desnudo y me meto en la ducha, dispuesta a estar ahí el tiempo que necesite. Pero el agua no sale como a mí me gusta. No quema. Sólo está caliente y no me llega a calmar. Entra tu papá, me seca, me ayuda a ponerme el camisón blanco y le pido que apague la luz.

Y entonces sucede. Sucede todo aquello que te han dicho que puede pasar. Sucede todo aquello que has leído que pasa, pero cuando lo vivo, no soy consciente de que está pasando. Entonces me meto en mi planeta parto. Así de fácil. O de difícil. Yo que le doy vueltas a todo, que lo pienso todo mil veces y lo razono de más, apago la luz del baño y no salgo de él en las siguientes cuatro horas. Y cuando lo hago es para ayudar a nacer a mi niña, para ayudarte a salir de dentro de mí.

Me abandono a las contracciones. Las siento. Noto cómo suben, suben, suben y bajan, bajan y se van.  Tu papá, mi compañero de viaje, de vida, de parto, está constantemente a mi lado, y me ayuda. No sé cómo, pero logra anticiparse a mis necesidades muchas veces, otras por lo visto le iba indicando yo cómo hacerlo. Tócame aquí, le decía, me ha contado después, apriétame la mano con mucha fuerza. Sosténme. Y me sostenía. Me dejaba caer sobre sus brazos, me colgaba de él, y me sostenía como tantas otras veces tendrá que hacerlo a lo largo de nuestra vida. Paso las contracciones una a una, sin desesperarme, con los ojos cerrados, sin frío. Las paso de pie, las paso en la taza del wáter, agarrada a las barras de acero que parecen tener todas las tazas de wáter de hospital y que me ayudaron durante horas. Las paso sobre la pelota de pilates, cuando me la sugiere él. Son intensas ahí. Son contracciones redondas, amplias, como la pelota donde me siento. Cuando me duelen mucho pienso “ábrete, ábrete, ábrete”, diciéndoselo a mi cuerpo. Y cuando acaban me figuro que se ha abierto mucho. Entre medias, quizá a las dos horas, Natalia, la matrona, entra en la habitación y se alegra de que esté dentro del baño.  ¿Se ha metido en el baño? ¿A oscuras? Muy bien, muy bien, le dice a tu papá. Entra, me pregunta qué tal y me pide permiso para escuchar tu corazón. Todo va bien. Y me deja. Nos deja. Y seguimos dentro. Sigo dentro de mí, de pie, colgada, sentada, agarrada al lavabo. Llega un momento en que le pido que cuando venga la contracción tire de mi pelvis hacia atrás con fuerza, mientras sentada sobre la pelota yo tiro hacia delante. Me fascina pensar cómo sabe tu cuerpo qué hacer, cómo sabes qué necesitas, cómo eres capaz de encontrar tu postura. Estoy tan cansada que cuando tu padre me toca los riñones me duermo, me duermo, me duermo sentada sobre la pelota de pilates, agarrada a la barra del wáter, siempre agarrada a las barras, como si fueran el hilo conductor de mi parto. Doy cabezazos, me duermo. Y poco después, de repente, me doy cuenta de que ya no puedo más.

No puedo. No puedo, le digo. Sí puedes, me dice él. Si puedes, Vir, puedes con esto y con más. Estamos abrazados, después de una contracción que he pasado colgada de él. Recuerdo mirarle a los ojos, muy cerca, y decirle que no. Que no podía más. Le pregunto la hora. Apenas han pasado tres horas desde que nos metimos en el baño. Pienso que es muy poco tiempo.  A mi mente acuden las frases que he leído, aquellas que dicen que cuando una mujer no puede más es que ya está completa del todo. Pero sé que no es mi caso. Sé que no puede ser verdad. He estado casi tres días para dilatar ni tres centímetros. Más de tres horas para llegar a cuatro. Este es mi límite. Y no puedo traspasarlo. Pienso que hasta aquí he llegado y que hay que cambiar. Le pido que hable con Natalia para pedirle la bañera. Necesito meterme en el agua, probar con el calor, probar que eso me alivia y poder continuar dilatando. No podía más, y ahora sé que no podía más porque había llegado al final.

Viene Natalia y me pregunta qué tal voy. Le digo que no puedo más, que necesito la bañera, que si está libre, que si me la puede dar. Me explica que tengo que esperar un poco. ¿Cuánto? Le pregunto. Un poco, me responde. Supongo que es por aquello de que meterte en el agua demasiado pronto ralentiza el parto. Un poco cuánto, insisto. Lo que tú quieras, me responde. Entonces la quiero ya. Me preguntan dónde me duele y les digo que los riñones. Me duelen mucho los riñones. Y sin embargo el dolor intenso no es ahí, no sé por qué decimos que nos duelen los riñones. Me traen un saquito de semillas caliente.

Natalia se va. Comenzamos a oír el agua que llena la bañera. Estoy de pie. Viene una contracción muy fuerte. Me agarro a él, grito. Noto el mar que cae entre mis piernas. Me gusta. Me agrada, está caliente. He roto aguas. No recuerdo el sonido. Acaso un chasquido. A tu padre no se le olvida. Tiene sonidos y olores dentro de sus recuerdos, sonidos y olores que yo he pasado por alto, quizá embebida de dolor, de concentración. Quizá no procesemos muchos estímulos pariendo. Miro hacia abajo y lo veo. Le digo que avise a la matrona, de repente soy consciente de que tienen que ver el agua. Estoy empapada. Me quito las bragas terribles y la compresa incómoda que llevo desde el  último tacto. Tememos que ahora, con la bolsa rota no vamos a poder utilizar la bañera. Aparece Natalia y la oigo decir “estupendo, son limpias”.  También dice  “por supuesto que podemos utilizar la bañera”. No sé quién recoge el agua. Le pregunto qué es lo que va a pasar ahora. Me responde que ahora las contracciones van a ser “un poquito más intensas”. Gimo y vuelvo a preguntar. ¿Un poquito más intensas? Me responde que sí, que ahora la cabeza da directamente, y yo hubiera querido preguntar cuánto de intensas, cómo voy a poder soportar algo más intenso de lo que ya estoy soportando, pero entonces siento otra contracción y me olvido de todo. Me dice que tranquila y que está llenando la bañera.

Comienzo a encajar las contracciones, y son diferentes. Me hacen gritar. Grito desde dentro, como no he gritado en mi vida. Me da igual quién me oiga cuando estoy gritando. Y entonces me veo empujando. Entonces soy consciente de que he roto la bolsa empujando y le pido a tu padre que vaya a avisar, que estoy empujando. Estoy empujando, estoy empujando. Y no sé por qué empujo, no me planteo que estoy en la fase final. Pienso si empujo antes de lo que debo, pero empujo.

Regresa Natalia y espera mientras yo encajo una contracción con la cabeza apoyada en el marco de la puerta del baño, agarrada a él, gritando desde abajo. Estoy empujando, le digo. Pues empuja, me responde. ¿Aquí? Le pregunto. Donde quieras, sigue respondiendo. ¿Y si se cae? Le pregunto absurdamente. Pues la cogemos, me asegura. Ay, muñeca, qué ingenua, como si pudieras caerte de dentro de mí. Así que me abandono. Empujo de pie, con fuerza, hacia abajo, siempre hacia abajo. Empujar hacia abajo, con fuerza, gritar desde abajo.

Al rato nos avisan de que la bañera está dispuesta. Han pasado cuatro horas desde que nos encerramos en el baño y cruzo a la habitación número seis sin darme cuenta de que estoy en el final del parto, de que me encuentro en la fase de expulsivo. He dilatado unos cinco centímetros en cuatro horas. Camino sin darme cuenta de que queda muy poco para el final. Para verte, abrazarte, conocerte y comenzar a quererte. Cruzo y sé que hay más gente a mi alrededor, Natalia, tu papá y alguien más, y me disculpo por los gritos que estoy dando. Me dicen que no me preocupe, que grite todo lo que quiera, que ahí no me oye nadie, que grite. Vuelve a decir mi matrona lo que necesito oír para sentirme bien. No me imagino cómo puede ser empujar en silencio, sin ayudarte de ese grito interior que parece que te da fuerza.

Me quito el camisón y entro desnuda en la bañera. Está caliente, me pongo de rodillas, me alivia inmediatamente. La siguiente contracción la encajo ya a cuatro patas. Sin pensarlo, sin meditarlo. Sobre todo recuerdo que no quería tumbarme boca arriba, que me dolía más. Le pregunto a Natalia cómo va el proceso, cuánto me queda. Me dice que poco, pero yo necesito saber cuánto exactamente y se ofrece a hacerme un tacto si quiero. Claro que quiero, a mí ya me ha entrado esa impaciencia que forma parte de mi forma de ser, y que ya irás conociendo con el paso de los años, muñeca.  Y cuando oigo “Toco la cabeza” sonrío, o intento sonreír, porque sólo entonces soy consciente de que cuando no podía más ya lo había conseguido,  sí había podido, soy consciente de que estoy en el final del parto, de que esto se acaba y en nada podré estar a tu lado.  Natalia me dice que me relaje entre contracciones, que tome aire, que descanse. Lleva razón. Cuando ve que lo hago, se va y me dice que le avise cuando note que sales. Cruza por mi cabeza la duda. ¿Cómo voy a notar cuando sales? Pero no da tiempo a pensar. Estamos en una habitación cálida, en penumbra, a solas, tu papá y yo. Él me echa agua caliente en la espalda entre contracción y contracción, como yo le he advertido entre dientes. “El agua entre contracción y contracción, no en medio”.  Empujo agarrada a las asideras de la bañera, a cuatro patas, hacia arriba la cabeza cuando grito, cuando aúllo, y hacia abajo conforme va pasando el dolor. Es un dolor diferente, activo, fuerte, potente, desgarrador pero consciente. Y cuando pasa el tiempo, media hora, cuarenta minutos quizá, no lo sé, me doy cuenta de que sales. Le pido a tu papá que avise. A mí me gana la impaciencia y ahora pienso que quizá tenía que haber disfrutado más del proceso, haberme calmado, no desear con todas mis fuerzas que acabara. Duele porque notas el paso. El paso de tu cabeza, de tu cuerpo, abriéndose camino dentro de mí. Mi cuerpo esforzándose en dejarte pasar, tú empeñándote en salir. La vida empujando por nacer.

Viene Natalia acompañada de otras dos matronas. Se ponen detrás de mí e introducen un espejo en el agua, por el que van a ver tu nacimiento. Encienden la luz de la bañera. Yo apenas me doy cuenta de esto, me lo cuenta tu padre después. Y te grito que salgas. Te grito mucho, muñeca. Naciste entre los gritos de tu madre pidiéndote que salieras y preguntándose una y otra vez por qué no salías. Me insisten que sí, que ya vienes, que te ven la cabeza. Tu padre se aleja de mis manos para ir a verte y vuelve emocionado y me dice que te ha visto, que estás a punto de nacer. Pero yo no les creo, como si hubiera marcha atrás, como si fuera mentira que por fin estás aquí. Que sí, Vir, que ya viene. Y yo grito con dolor, con coraje, con fuerza, con mucha fuerza, y empujo, empujo, empujo. Noto el aro de fuego, lo reconozco, palpo, me toco, te toco, ya no queda nada. Y sale tu cabeza. Me lo dicen y me asombra que no salga tu cuerpo después. Me imagino tu cabeza fuera y tu cuerpo dentro de mí y no me gusta. Empujo, empujo, empujo, grito, grito, grito y sales, muñeca. Y meto las manos entre mis piernas y te cojo no sé cómo, mientras me dicen “con cuidado, con cuidado”, y me siento recostada boca arriba, ahora sí, y te pongo encima de mí. Ni siquiera sé por qué lo hago, ni siquiera recuerdo haberlo hecho hasta que tu papá me lo cuenta al día siguiente. “La cogiste tú, Virginia, metiste la mano entre las piernas y te la pusiste encima”, y acudieron a mi mente ráfagas de mí misma buscándote en el agua. Ahí estás. Pequeña, blanca de vérmix, suave, redonda. No lloras. Toses y abres los ojos. Entonces es cuando veo que eres una muñeca. Mi muñeca.


Y este es el fin del  relato del nacimiento de mi hija. O quizá este debería ser el fin, pero tuvimos que salir de la bañera, porque comencé a tener mucho frío y a tiritar. Me ayudaron a salir, a sostener también a la niña. Me pusieron en la cama de la habitación y nos cubrieron a ambas con toallas calientes y ahora sí que tuve que ponerme en la posición del potro. Comenzaron a coserme y comencé a quejarme. Yo me había preparado mentalmente para el parto, pero aquello me dolía mucho, mucho. La niña encima de mí, mientras yo lloriqueaba y me sentía muy ridícula, porque no entendía cómo podía haberla parido a pelo y estar quejándome así porque me cosían. No hacía nada más que preguntar cuánto faltaba y ellas me decían que poco, pero no acababa. Temblaba muchísimo, tenía mucho frío, me costaba sostener las piernas abiertas y juntaba las rodillas. Mi matrona se despidió de mí, ahora supongo que su turno habría acabado hace ya tiempo y alcancé a darle las gracias varias veces. Me gustaría hablar con ella ahora, la verdad. A mi alrededor había gente en la cama. Yo sólo quería que me dejaran a solas, tranquila. No entendía que tuvieran que coserme, que se tardara tanto, que me doliera aunque me hubieran puesto anestesia local. Ellas me explicaban que era necesario coserme el desgarro, que no podían dejarme así y racionalmente llevaban razón, pero yo estaba muy cansada… y sentía un dolor que ya no podía o no quería soportar. No era un dolor de parto, sino un dolor superficial, de piel, pequeño, agudo, localizado. Me preparé para parir, pero nunca esperé que después algo me doliera. Oigo de repente que hablan entre ellas y les pregunto qué pasa. Me cuentan que ha pasado una hora desde que di a luz y la placenta no ha salido. Que tiene que salir. Me explican que van a ayudarme empujando la barriga, que yo tengo vacía, descolocada, triste. Siento pequeñas contracciones. Empujo de nuevo mientras me aprietan la tripa, una vez, dos veces. Es desagradable y la placenta no sale. Noto que me mareo, estoy perdiendo el sentido y lo digo. Rápidamente ponen la cama posicionando la cabeza hacia abajo y escucho que quieren ponerme una vía. Una vía no, una vía no, les digo yo con la lección aprendida, como si la vía fuera el fin del mundo, como si ponerme la vía fuera el principio de una serie de hechos por los que yo no quería pasar. Acceden pero me dicen que tienen que avisar al equipo de ginecólogas. No, no, imploro yo de nuevo, sintiendo que algo se me está escapando de las manos, que esto no tenía que pasarme, que todo había salido bien. Me explican que tienen que hacerlo, que la placenta tiene que salir y  me doy cuenta de que llevan razón, es así.  Me piden permiso para dejar a la niña con el padre. La separan de mí y él se quita la camiseta, para hacer el piel con piel.

Pienso cosas muy rápido. Sobre todo pienso “como mi madre, como mi madre, como mi madre”. A ella tampoco le quería nacer la placenta. Intento mirar hacia delante y veo al fondo a mi compañero, con una cosa muy pequeña que es mi niña, que ahora llora y llora sin parar. Le miro y nos miramos y sé que pensamos lo mismo: si te separan de tu bebé algo va mal. Sé que recordamos el relato de una compañera de El Parto es Nuestro, no recuerdo el nombre, que parió con Gaia y tuvo una gran hemorragia después, como su madre. Nos impresionó mucho. Y le miro y sabemos que algo va mal. Viene el equipo de ginecólogos. Las matronas no quieren hacerme empujar más porque me he mareado. El único hombre que entra en la sala me ofrece entonox y lo rechazo, piensa que me he mareado del dolor. Pero yo sé que es de cansancio, de días durmiendo mal, de comer poco, de dar a luz. Me dice que si no sale la placenta tienen que dar otros pasos. Pregunto que cuáles y me dice que tengo que ir a quirófano. Me siento aterrorizada. Me lo dice sin empatía, no como el resto de matronas con las que he estado de manera constante. Se me derrumba el día. Después de haber llegado hasta aquí, ¿Cómo voy a ir a quirófano? ¿Cómo van a ponerme la epidural? ¿Qué me van a hacer? Miro hacia mis piernas y veo a la ginecóloga, le digo que espere, que voy a empujar, que no me voy a marear. Me mira y accede. Me dice que venga, que lo vamos a intentar. De repente soy consciente de que me han puesto con la cabeza hacia abajo. Así no puedo. El miedo me hace pensar con lucidez y le pido a la matona que tengo al lado que me sujete la cabeza. Y entonces, de nuevo, empujo. Pero empujo de verdad, hacia abajo, con todas mis fuerzas, como si estuviera sacando a mi niña de nuevo. Ella presiona mi barriga y noto que sale algo redondo, suave, fácil. Todo el mundo está muy contento. Ha salido la placenta. Antes no empujaba para sacar algo tan grande. Es grande. Recuerdo cuando al mes y medio  de embarazo tuve una pérdida de sangre y me dijeron que era un desprendimiento de la placenta. Cómo rogué que se pegara a mí, cómo lo rogué una y otra vez… tanto que ahora no se quería despegar.  La ginecóloga se va. También el ginecólogo o lo que fuera, que había entrado con ella. Me cae mal. Me limpian, acaban, me devuelven a la niña. Se van. Y nos quedamos los tres solos. Por fin. Yo con miedo en los ojos, él con lágrimas y nuestra hija encima de mí, sin llorar, segura y tranquila por fin, enganchada a la teta. Enganchada a mí.

Dicen que la forma de nacer determina la vida, la personalidad. No sé si creerlo o no, pero tenía claro que quería darle la mejor forma de llegar a este mundo a mi hija. Quería acompañarla en todo el proceso, ser consciente cada instante, dejarla decidir su momento y entender que mi parto era su nacimiento.  Como tantas veces leí, he podido. Tantas veces me dijeron “tu cuerpo sabe parir” y era verdad. Ahora me siento tranquila, he podido. Se puede. Ya dan igual todas las veces que tuvimos que justificar nuestra decisión. Da igual porque he podido parir a mi hija como yo quería, sin acelerar el proceso, sin estar boca arriba y con las piernas abiertas en una cama, sin luz, sin gente extraña y diferente, sin que me ofrezcan la epidural como solución a todo, sin ralentizar mi parto por ella, sin aumentar el riesgo de llegar a cesárea.  Parir a mi hija como yo quería. Eso es lo que deseo para todas las mujeres, que den a luz como quieran, donde quieran, en la postura que les plazca. Que decidan ellas como sujetos activos de su parto. Decidan lo que decidan. Mi niña decidió nacer en domingo. Dicen que nacer en domingo da buena suerte, que los niños que nacen en domingo tienen buena estrella. No sé si creerlo o no, pero me gusta aferrarme a esa idea. Naciste en domingo, muñeca. Vas a tener buena suerte.


Virginia Gijón
NOTA- Las imágenes de cuadros son de una fabulosa artista canadiense. Amanda Greavette No dejéis de ver su obra, es espectacular.


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4 Comments:

  • At 2:52 p. m., Anonymous Anónimo said…

    Hola Vir, acabo de leer tu relato. Me ha resultado sumamente emocionante leer cada palabra. Mi pensamiento sobre maternidad y nacimiento han cambiado un poquito. Gracias.
    Te deseo mucha felicidad junto con tu compañero y tu muñeca.
    Un fuerte abrazo y muchos besos.
    Angeles López (una antigua amiga del viejo Giner de los rios).

     
  • At 8:57 p. m., Blogger Virginia Gijón Herrera said…

    Hola Ángeles!Me alegro mucho de saber de ti, pero que haya conseguido cambiarte la visión sobre maternidad y nacimiento, me hace muy feliz. Cualquier cosa, estoy por aquí. Un gran beso.

     
  • At 3:04 a. m., Anonymous samanthVe said…

    Wow wow wow wow....

    Amé tu relato, es mas de lo que deseo para mi viaje. Lo planifique en agua. Con matrona y Doula a mi lado y mi maridin. Estamos esperando que empiece mi viaje... Y esto es todo lo que pido. Gracias x compartir. Entre a google buscando historias para llenarme de buena energía, fuerzas, motivación, valor etc etc y encontré tu historia.! Q alegria ...sólo siento ganas de q empiece nuestro viaje. Mi esposo esta igual...deseosos y ansioso . saludos y mil bendiciones ! - somos poderosas, salvajes ,mamíferas ! Mi bebé sabe nacer y yo se parir-

    Abrazos

     
  • At 1:15 a. m., Anonymous Anónimo said…

    Samantha, llego probablemente tarde a tu comentario. Estas cosas de tener un bebé e ir corriendo a todos los lados, ya sabes ;-)
    Muchas gracias por escribir. Me encantaría saber qué tal te fue todo.
    Abrazos,
    Virginia.

     

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