En Cuclillas

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (...)El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. (Borges)

10.9.12

Al final del tobogán



Sonaba la sirena y corríamos. La oíamos y corríamos sin parar. A la fila para entrar, a la fila para salir, a la fila para jugar. Luego esa impaciencia infantil se pierde sin darnos cuenta y un día suena la sirena pero no corres, porque entiendes que en los márgenes de la vida caben muchos minutos. Cuando tenía ocho años mi hermana y yo pasábamos los veranos en la piscina municipal con nuestro bono de diez baños. Era esa época socialista donde el concepto de municipal no hacía referencia solo a las revistas que ahora buzonean para contar una versión de los hechos, sino que todavía se usaba de manera amplia, redonda, inclusiva. Municipal. Municipal significaba que era de todas las personas y por lo tanto, de todos los bolsillos. Así que mi madre nos levantaba las mañanas de julio y de agosto para disfrutar del verano en la ciudad de la única manera que se podía: en remojo municipal. Allí esperábamos el toque de la sirena un poco alertas, como si entre chapuzón y chapuzón no fuésemos a oírlo y se nos pasase la oportunidad. Sonaba la sirena, corta, alarmante, y corríamos sin parar porque eso significaba que se había abierto el tobogán. Yo quería llegar pronto, de las primeras, porque entonces el pasillo no se había llenado aún de los charcos fríos que se formaban del agua que goteaba de nuestros cuerpos, de las coletas deshechas de tanto tirarse a bomba, de los bañadores arrugados y empapados que iban dejando un reguero de niñez a nuestro paso. El camino hacia el tobogán era estrecho, frío y sombrío. Serpenteaba. Nunca sabías exactamente cuánto te quedaba para llegar al final. Yo intentaba no poner toda la planta del pie en las losetas, no rozarme con las paredes, no quedarme fría en la espera de la visión de la boca del tobogán, que en los fines de semana se hacía eterna. Cuando el socorrista me daba la orden me sentaba y ansiaba la señal definitiva que me indicara que podía impulsarme y volar, volar, volar apenas unos segundos con una mezcla de temor y felicidad absoluta, global e inmediata, que me hacía olvidar el frío y la sombra de la espera mientras me zambullía en el agua caldeada por el sol.
Últimamente creo que vivimos en una espera eterna, larga, fría, húmeda y estrecha que nos ha hecho olvidar que al final del pasillo están el tobogán y el sol. Toca la sirena y corremos. Nos manifestamos y gritamos. Defendemos los derechos sociales y escribimos para recordar que somos personas. Y sin embargo tengo la constante impresión de que cuando lleguemos al final del camino la piscina estará vacía. Virginia Gijón (19/02/2012)