NACIDA EN DOMINGO
A todas las mujeres que han elegido parir, paren y seguirán
pariendo, algunas siendo conscientes del proceso fisiológico que enfrentan, otras creyendo que lo son, y
las últimas sin serlo. A mi madre. A
todas las mujeres que eligen, porque la maternidad es siempre una opción.
A todas las mujeres de El Parto
es Nuestro, poderosas y solidarias, porque sin ellas, sin vosotras, yo no hubiera llegado hasta aquí. Gracias,
Leti. Gracias a todas por haberme
acompañado durante dos años, por solucionar mis dudas, por creer en mí. Gracias
de verdad.
A mi compañero. Por estar siempre
a mi lado, por sostenerme y auparme, porque sin ti hubiera sido diferente.
A mi niña. Porque cuando nació
pensé que también tendrías la opción de parir.
Mi niña nació en domingo. El
Domingo 16 de febrero, a las veinte y diecisiete de la tarde. Cuando la tuve
encima de mí pensé, irremediablemente, en aquello de que los niños que nacen en
domingo tienen buena estrella. Esa es la frase con la que empieza uno de mis libros
preferidos de Infancia, que se titula así. Nacida en Domingo. Pensé “ha nacido
en domingo”, va a tener muy buena suerte. Y la miré, cubierta de vérmix,
blanca, suave, redonda, y luego pensé en su condición de mujer, en las luchas
que le quedan por continuar, en su capacidad de parir. Después le di la
Bienvenida al mundo, tal y como mi madre saludó a mi hermana cuando nació.
Es verdad que parece que fueron
muchos pensamientos, pero así fueron. Acababa de tener a mi hija a cuatro
patas, en la bañera del Hospital de Torrejón, y comencé a responder a las
matronas que me acompañaban que sí, que era muy guapa. Todo el embarazo
convencidos de que los recién nacidos son siempre feos y resulta que mi niña
era un nenuco, una muñeca.
Pero para abrazarla, para abrazarte,
muñeca, pasaron muchas cosas antes. Antes tuvimos año y medio de búsqueda,
ilusionante al principio, desesperante al final. Y llegaste por sorpresa,
cuando nos quedaban apenas quince días para ir a la cita donde por fin nos
daban una fecha para la inseminación. Al mes tuvimos un gran susto que nos dejó
aterrorizados todo el primer trimestre. Un sangrado abundante nos hizo creer
que te escapabas. Te hiciste de rogar y
la búsqueda y la espera permitieron también que yo me zambullera de lleno en el
proceso de comprender un parto sin epidural, un parto normal. Comprender el
parto como un proceso fisiológico natural al que perderle el miedo. Tomar la decisión y creérmela, creer en mí y
en mi cuerpo, como tantas veces me decían en El Parto es Nuestro, fue lo más
difícil. Pero llevaban razón. Todas podemos.
Mi niña nació en domingo, pero el
jueves por la noche las contracciones ya se hicieron notar. Ese dolor de regla
que casi no te deja dormir, pero que intentas olvidar con tal de no salir del
calor de la cama. Me levanté temprano, desayuné
y me quedé profundamente dormida en el sofá. A las tres de la tarde,
cuando vino tu papá, comimos y seguí durmiendo. Por la tarde estaba hecha
polvo, agotada, y buscamos en internet si podía ser un signo de inicio de parto.
Llegué a pensar que tenía fiebre o me estaba poniendo mala. Ahora supongo que
es el propio cuerpo, que aventura, que sabe, y que te tumba para tener energías
a la hora de la verdad. Me había pasado todo el viernes durmiendo. Por la
noche, las contracciones volvieron, me despertaban a cada momento, pero me
levanté con energías y con ganas de salir. Seguía lloviendo, pero necesitaba
tomar el aire. Era sábado y hacía más de veinticuatro horas que no me daba ni
un paseo.
Me obsesioné con ir a comprar un
sujetador de lactancia, recuerdo. Así que cogimos el coche los cuatro: Tu papá,
tu mamá, las contracciones y tú. Me
dolía bastante, pero seguíamos sin ver claro si era ya parte del proceso de
parto o no. Compramos el sujetador, compramos algo de ropa que se nos
encaprichó para ti, y a cada momento yo me agarraba a las barras del centro
comercial, cerraba los ojos y dejaba pasar la contracción. Recuerdo que la
gente me miraba, pero yo no quería estar en casa obsesionada con el número de
veces que me dolía y los minutos. Todo lo que habíamos leído es que las
primerizas pueden tardar días en borrar el cuello del útero y en dilatar los
tres primeros centímetros, y nos preocupaba mucho que esas contracciones que
llevaba ya sufriendo de manera cada vez más regular varios días, no fueran
todavía parto. Que no fueran efectivas, que no sirvieran para nada. Cuando
volvimos miramos de nuevo el libro de El Parto Seguro, el lugar donde
explican que siempre sirven para algo,
que es adelantar trabajo y que sobre todo hay que tomárselo con calma y
descansar. No desesperar. Comimos, estuvimos tranquilos por la tarde y las
contracciones se relajaron bastante. Al limpiarme salió algo de sangre, y poco
más tarde algo que nos pareció el tapón mucoso. Eso me animó porque significaba
que sí estaba funcionando mi cuerpo. Por la noche vimos una peli que ponían en
la tele, porque yo no quise alquilar nada, no me sentía muy concentrada, la
verdad. Y cuando acabó, tuve un momento de pánico. Ya está. Estaba de parto.
Esto tenía que ser parto. ¿Cómo iba a ser capaz de parir? ¿Yo sola? ¿Mi metro
cincuenta y tres iba a poder parir de manera natural a un bebé? Le dije a tu
papá que…esa noche me venía mal. Y nos echamos a reír.
Nos metimos en la cama y las
contracciones subieron de intensidad. Era imposible estar tumbada. Obsesionados con dormir nos pasamos tres
horas intentando encontrar la postura sentada con la que pudiera echar una
cabezada. A las tres y media de la mañana comprendí que no era posible. Mandé a
dormir a tu padre y me dije a mi misma que si no era parto ya dormiría mañana,
y que si lo era, pues tocaba empezar.
Me di una ducha larga, larga,
larga. Qué placer. Salí y me puse cómoda. Conté una hora las contracciones.
Eran intensas pero no duraban un minuto. Me aburrí a la hora. Dejé de
contarlas. Me fui al salón y me puse a leer en la pelota de pilates. Iban y
venían, iban y venían y comenzaban a doler de verdad. A las siete de la mañana se despierta tu
papá, viene al salón, me pone el saquito de semillas, la calefacción, se coloca
detrás de mí en la silla y consigue aliviarme bastante. Comienza él a
contarlas. Yo dudo todavía. ¿Será parto? ¿Y si no es? ¿Y si vamos al Hospital y
me dicen que no tengo ni borrado el cuello del útero? ¿Cómo voy a aguantar más
noches sin dormir? Me dice que es parto, que cree que tendríamos que
irnos. Acordamos ir arreglándonos pero
cuando ya he salido de la ducha de nuevo y me he vestido descubro que me quiero
ir YA.
Media hora a Torrejón desde
nuestra casa. Disminuyendo en las contracciones, acelerando en los descansos.
Agarrada a la parte de atrás del coche y con la incertidumbre de saber si estos
días iban a servirme de algo. Un domingo de mañana clara con la carretera vacía
nos ayudó a llegar pronto y aparcar en la puerta de Urgencias. Entré despacio,
con la cara desencajada pero sin miedo. Para mí eso fue lo mejor. Saber que no
iba a tener que pelear con el personal del Hospital. Sin miedo. Me pusieron la
pulsera. Me pasaron. Me hicieron andar hasta paritorios. Iba despacio y
parando. Yo sin abrigo, con calor, agarrada a las barras de las puertas por
primera vez. Sin saber que todavía iba a recorrer esos pasillos y a utilizar
esas barras dos veces más. Me reciben por mi nombre, se presenta la matrona con
calma. Me explica que me va a hacer un tacto. Le pido que lo haga con cuidado.
Me dice que lo hará. No me duele. Me explica que ahora puedo sangrar, que es
normal y que no me asuste. Asiento. Preocupada le pregunto de cuánto. Me dice
que tengo borrado el cuello del útero y que estoy de dos y medio, casi tres.
Que estoy ahí ahí. No me queda muy claro qué significa y sigo algo asustada por
si deciden mandarme a casa. Tu papá me dice que no es probable, que venimos de
lejos, que me relaje. Que ya está, que sí servían para algo esas contracciones
de días. Me explican que van a darme un poco de tiempo y que lo voy a pasar en
monitores. Descubro que no me gustan los monitores. Cada vez que tengo una
contracción la tripa se pone tan dura, tan dura, que pierden tu latido y tienen
que venir a recolocarlos. Al rato vuelve la matrona y me dice que todavía no
son contracciones de parto y yo le explico que las tenía, pero que al venir se
han parado. Muy amable me comenta que suele pasar, que me relaje y que es
normal. Que me dejan un rato más. Ahí ya vuelven. Increíble el poder de la
oxitocina. Increíble cómo lo para la adrenalina. Hay mucha luz fuera, porque es
un día de esos blancos con nubes impolutas, que cruzan el cielo y parece como
que anuncian tormenta. A veces sale el sol y me da. Tengo mucho calor.
Cuando regresa la matrona
recuerdo que me dijo “Ahora sí, Virginia”, y me sonríe. Nos informa de que han
leído nuestro plan de parto y nos pregunta si seguimos con nuestra idea de un
parto no medicalizado y lo menos intervenido posible. Le decimos que sí y entonces
nos dice que no nos da el alta, pero que nos vayamos a la cafetería,
desayunemos, y nos demos un paseo. Que volvamos a las dos horas
aproximadamente.
Nos vamos, pasito a paso,
habiendo dejado un montón de bolsas en un cuarto que nos prestan. Llevamos la
pelota, una lamparita pequeña, una manta eléctrica, libros, mi ropa, su ropa,
tu ropa… Y vuelvo a asirme a las barras de seguridad de las puertas. Vuelvo a
pararme cada instante, abro los ojos para andar. Los cierro para encajar. El
camino es largo. Lo hacemos largo. Escribo un par de mensajes. A mi madre,
diciéndole que estoy en el rastro, para que no se agobie si no sabe de mí. A mi
hermana, contándole la verdad. Y a un par de amigas, que estaban pensando en
mí.
En la cafetería pedimos fruta,
una magdalena, un zumo. Intento comer un poco, para coger fuerzas. Como y me
molestan los ruidos. Los niños que hay, los adultos que gritan, las
conversaciones que se cuelan. La gente me mira, pero me da igual. Estamos un
buen rato y decido que ya no quiero más. Quiero mi habitación con mi taza de
wáter y mi ducha caliente, necesito intimidad. Deshacemos el camino despacio.
Yo de nuevo agarrada a las barras y él cargado con los bolsos y los abrigos. Al
llegar, ha pasado hora y media. Le digo que necesito mi habitación. Asienten y
me pasan a monitores, donde de nuevo las contracciones bajan, se relajan, como
si supieran que estamos vigilándolas. Se acercan y lo explicamos, comprenden y
dan más tiempo. Ellas regresan con más fuerza. Al rato me dicen que van a
explorarme de nuevo. Con sumo cuidado, entre contracción y contracción, me hacen
un tacto. La matrona me mira, sonríe y me dice que he hecho un gran trabajo. Yo
estoy ya muy sensible, vulnerable, emocionada. Le pregunto de cuánto y me dice
que de tres y medio casi cuatro. Y a mí me parece poco, me parece mal, olvido
todo lo que he leído sobre que los tres primeros centímetros en primerizas
constituyen la mitad del camino. La matrona, la que será mi matrona durante
todo mi parto, durante todo tu nacimiento, sonríe y habla dulcemente. Se llama
Natalia. Dice lo que tiene que decir, lo que necesitas oír, lo que has leído
durante meses, y lo dice para que te lo creas, porque es verdad, pero es
necesario hacerlo real. Me explica con
voz tranquila que he hecho un gran trabajo, que he llegado a la mitad del
camino, que he sido muy fuerte aguantando todos estos días. Que el parto es un
proceso fisiológico normal, que hay que darle tiempo al cuerpo, porque va despacio. Me da la enhorabuena y a mí se me caen las
lágrimas y le doy las gracias. Me dice que me ponga un camisón y que cuando
esté vestida me lleva a mi habitación.
Es la número 5. Y me gusta. Nací
un día 5 y no sé por qué me parece un buen presagio. Quizá porque hay momentos
de la vida donde nos gusta ver signos de optimismo en lo que nos rodea, para
poder agarrarnos a ellos, como yo me agarraba a las barras de seguridad de las
puertas. La habitación es amplia, tiene
vinilos y la cama no está rodeada de instrumental. No me siento en ningún momento en un sitio frío
e impersonal. Cuando se va, me desnudo y me meto en la ducha, dispuesta a estar
ahí el tiempo que necesite. Pero el agua no sale como a mí me gusta. No quema.
Sólo está caliente y no me llega a calmar. Entra tu papá, me seca, me ayuda a
ponerme el camisón blanco y le pido que apague la luz.
Y entonces sucede. Sucede todo
aquello que te han dicho que puede pasar. Sucede todo aquello que has leído que
pasa, pero cuando lo vivo, no soy consciente de que está pasando. Entonces me
meto en mi planeta parto. Así de fácil. O de difícil. Yo que le doy vueltas a
todo, que lo pienso todo mil veces y lo razono de más, apago la luz del baño y
no salgo de él en las siguientes cuatro horas. Y cuando lo hago es para ayudar
a nacer a mi niña, para ayudarte a salir de dentro de mí.
Me abandono a las contracciones.
Las siento. Noto cómo suben, suben, suben y bajan, bajan y se van. Tu papá, mi compañero de viaje, de vida, de
parto, está constantemente a mi lado, y me ayuda. No sé cómo, pero logra
anticiparse a mis necesidades muchas veces, otras por lo visto le iba indicando
yo cómo hacerlo. Tócame aquí, le decía, me ha contado después, apriétame la
mano con mucha fuerza. Sosténme. Y me sostenía. Me dejaba caer sobre sus
brazos, me colgaba de él, y me sostenía como tantas otras veces tendrá que
hacerlo a lo largo de nuestra vida. Paso las contracciones una a una, sin
desesperarme, con los ojos cerrados, sin frío. Las paso de pie, las paso en la
taza del wáter, agarrada a las barras de acero que parecen tener todas las
tazas de wáter de hospital y que me ayudaron durante horas. Las paso sobre la
pelota de pilates, cuando me la sugiere él. Son intensas ahí. Son contracciones
redondas, amplias, como la pelota donde me siento. Cuando me duelen mucho
pienso “ábrete, ábrete, ábrete”, diciéndoselo a mi cuerpo. Y cuando acaban me
figuro que se ha abierto mucho. Entre medias, quizá a las dos horas, Natalia,
la matrona, entra en la habitación y se alegra de que esté dentro del
baño. ¿Se ha metido en el baño? ¿A
oscuras? Muy bien, muy bien, le dice a tu papá. Entra, me pregunta qué tal y me
pide permiso para escuchar tu corazón. Todo va bien. Y me deja. Nos deja. Y
seguimos dentro. Sigo dentro de mí, de pie, colgada, sentada, agarrada al
lavabo. Llega un momento en que le pido que cuando venga la contracción tire de
mi pelvis hacia atrás con fuerza, mientras sentada sobre la pelota yo tiro
hacia delante. Me fascina pensar cómo sabe tu cuerpo qué hacer, cómo sabes qué
necesitas, cómo eres capaz de encontrar tu postura. Estoy tan cansada que
cuando tu padre me toca los riñones me duermo, me duermo, me duermo sentada
sobre la pelota de pilates, agarrada a la barra del wáter, siempre agarrada a
las barras, como si fueran el hilo conductor de mi parto. Doy cabezazos, me
duermo. Y poco después, de repente, me doy cuenta de que ya no puedo más.
No puedo. No puedo, le digo. Sí
puedes, me dice él. Si puedes, Vir, puedes con esto y con más. Estamos
abrazados, después de una contracción que he pasado colgada de él. Recuerdo
mirarle a los ojos, muy cerca, y decirle que no. Que no podía más. Le pregunto
la hora. Apenas han pasado tres horas desde que nos metimos en el baño. Pienso que
es muy poco tiempo. A mi mente acuden
las frases que he leído, aquellas que dicen que cuando una mujer no puede más
es que ya está completa del todo. Pero sé que no es mi caso. Sé que no puede
ser verdad. He estado casi tres días para dilatar ni tres centímetros. Más de
tres horas para llegar a cuatro. Este es mi límite. Y no puedo traspasarlo.
Pienso que hasta aquí he llegado y que hay que cambiar. Le pido que hable con
Natalia para pedirle la bañera. Necesito meterme en el agua, probar con el
calor, probar que eso me alivia y poder continuar dilatando. No podía más, y
ahora sé que no podía más porque había llegado al final.
Viene Natalia y me pregunta qué
tal voy. Le digo que no puedo más, que necesito la bañera, que si está libre,
que si me la puede dar. Me explica que tengo que esperar un poco. ¿Cuánto? Le
pregunto. Un poco, me responde. Supongo que es por aquello de que meterte en el
agua demasiado pronto ralentiza el parto. Un poco cuánto, insisto. Lo que tú
quieras, me responde. Entonces la quiero ya. Me preguntan dónde me duele y les
digo que los riñones. Me duelen mucho los riñones. Y sin embargo el dolor
intenso no es ahí, no sé por qué decimos que nos duelen los riñones. Me traen
un saquito de semillas caliente.
Natalia se va. Comenzamos a oír
el agua que llena la bañera. Estoy de pie. Viene una contracción muy fuerte. Me
agarro a él, grito. Noto el mar que cae entre mis piernas. Me gusta. Me agrada,
está caliente. He roto aguas. No recuerdo el sonido. Acaso un chasquido. A tu
padre no se le olvida. Tiene sonidos y olores dentro de sus recuerdos, sonidos
y olores que yo he pasado por alto, quizá embebida de dolor, de concentración.
Quizá no procesemos muchos estímulos pariendo. Miro hacia abajo y lo veo. Le
digo que avise a la matrona, de repente soy consciente de que tienen que ver el
agua. Estoy empapada. Me quito las bragas terribles y la compresa incómoda que
llevo desde el último tacto. Tememos que
ahora, con la bolsa rota no vamos a poder utilizar la bañera. Aparece Natalia y
la oigo decir “estupendo, son limpias”. También
dice “por supuesto que podemos utilizar
la bañera”. No sé quién recoge el agua. Le pregunto qué es lo que va a pasar
ahora. Me responde que ahora las contracciones van a ser “un poquito más
intensas”. Gimo y vuelvo a preguntar. ¿Un poquito más intensas? Me responde que
sí, que ahora la cabeza da directamente, y yo hubiera querido preguntar cuánto
de intensas, cómo voy a poder soportar algo más intenso de lo que ya estoy
soportando, pero entonces siento otra contracción y me olvido de todo. Me dice
que tranquila y que está llenando la bañera.
Comienzo a encajar las
contracciones, y son diferentes. Me hacen gritar. Grito desde dentro, como no
he gritado en mi vida. Me da igual quién me oiga cuando estoy gritando. Y
entonces me veo empujando. Entonces soy consciente de que he roto la bolsa
empujando y le pido a tu padre que vaya a avisar, que estoy empujando. Estoy
empujando, estoy empujando. Y no sé por qué empujo, no me planteo que estoy en
la fase final. Pienso si empujo antes de lo que debo, pero empujo.
Regresa Natalia y espera mientras
yo encajo una contracción con la cabeza apoyada en el marco de la puerta del
baño, agarrada a él, gritando desde abajo. Estoy empujando, le digo. Pues
empuja, me responde. ¿Aquí? Le pregunto. Donde quieras, sigue respondiendo. ¿Y
si se cae? Le pregunto absurdamente. Pues la cogemos, me asegura. Ay, muñeca,
qué ingenua, como si pudieras caerte de dentro de mí. Así que me abandono.
Empujo de pie, con fuerza, hacia abajo, siempre hacia abajo. Empujar hacia
abajo, con fuerza, gritar desde abajo.
Al rato nos avisan de que la
bañera está dispuesta. Han pasado cuatro horas desde que nos encerramos en el
baño y cruzo a la habitación número seis sin darme cuenta de que estoy en el
final del parto, de que me encuentro en la fase de expulsivo. He dilatado unos
cinco centímetros en cuatro horas. Camino sin darme cuenta de que queda muy
poco para el final. Para verte, abrazarte, conocerte y comenzar a quererte.
Cruzo y sé que hay más gente a mi alrededor, Natalia, tu papá y alguien más, y
me disculpo por los gritos que estoy dando. Me dicen que no me preocupe, que
grite todo lo que quiera, que ahí no me oye nadie, que grite. Vuelve a decir mi
matrona lo que necesito oír para sentirme bien. No me imagino cómo puede ser
empujar en silencio, sin ayudarte de ese grito interior que parece que te da
fuerza.
Me quito el camisón y entro
desnuda en la bañera. Está caliente, me pongo de rodillas, me alivia
inmediatamente. La siguiente contracción la encajo ya a cuatro patas. Sin
pensarlo, sin meditarlo. Sobre todo recuerdo que no quería tumbarme boca
arriba, que me dolía más. Le pregunto a Natalia cómo va el proceso, cuánto me
queda. Me dice que poco, pero yo necesito saber cuánto exactamente y se ofrece
a hacerme un tacto si quiero. Claro que quiero, a mí ya me ha entrado esa
impaciencia que forma parte de mi forma de ser, y que ya irás conociendo con el
paso de los años, muñeca. Y cuando oigo
“Toco la cabeza” sonrío, o intento sonreír, porque sólo entonces soy consciente
de que cuando no podía más ya lo había conseguido, sí había podido, soy consciente de que estoy
en el final del parto, de que esto se acaba y en nada podré estar a tu lado. Natalia me dice que me relaje entre
contracciones, que tome aire, que descanse. Lleva razón. Cuando ve que lo hago,
se va y me dice que le avise cuando note que sales. Cruza por mi cabeza la
duda. ¿Cómo voy a notar cuando sales? Pero no da tiempo a pensar. Estamos en
una habitación cálida, en penumbra, a solas, tu papá y yo. Él me echa agua
caliente en la espalda entre contracción y contracción, como yo le he advertido
entre dientes. “El agua entre contracción y contracción, no en medio”. Empujo agarrada a las asideras de la bañera,
a cuatro patas, hacia arriba la cabeza cuando grito, cuando aúllo, y hacia
abajo conforme va pasando el dolor. Es un dolor diferente, activo, fuerte,
potente, desgarrador pero consciente. Y cuando pasa el tiempo, media hora,
cuarenta minutos quizá, no lo sé, me doy cuenta de que sales. Le pido a tu papá
que avise. A mí me gana la impaciencia y ahora pienso que quizá tenía que haber
disfrutado más del proceso, haberme calmado, no desear con todas mis fuerzas
que acabara. Duele porque notas el paso. El paso de tu cabeza, de tu cuerpo,
abriéndose camino dentro de mí. Mi cuerpo esforzándose en dejarte pasar, tú empeñándote
en salir. La vida empujando por nacer.
Viene Natalia acompañada de otras
dos matronas. Se ponen detrás de mí e introducen un espejo en el agua, por el
que van a ver tu nacimiento. Encienden la luz de la bañera. Yo apenas me doy
cuenta de esto, me lo cuenta tu padre después. Y te grito que salgas. Te grito
mucho, muñeca. Naciste entre los gritos de tu madre pidiéndote que salieras y
preguntándose una y otra vez por qué no salías. Me insisten que sí, que ya
vienes, que te ven la cabeza. Tu padre se aleja de mis manos para ir a verte y
vuelve emocionado y me dice que te ha visto, que estás a punto de nacer. Pero
yo no les creo, como si hubiera marcha atrás, como si fuera mentira que por fin
estás aquí. Que sí, Vir, que ya viene. Y yo grito con dolor, con coraje, con
fuerza, con mucha fuerza, y empujo, empujo, empujo. Noto el aro de fuego, lo
reconozco, palpo, me toco, te toco, ya no queda nada. Y sale tu cabeza. Me lo
dicen y me asombra que no salga tu cuerpo después. Me imagino tu cabeza fuera y
tu cuerpo dentro de mí y no me gusta. Empujo, empujo, empujo, grito, grito,
grito y sales, muñeca. Y meto las manos entre mis piernas y te cojo no sé cómo,
mientras me dicen “con cuidado, con cuidado”, y me siento recostada boca
arriba, ahora sí, y te pongo encima de mí. Ni siquiera sé por qué lo hago, ni
siquiera recuerdo haberlo hecho hasta que tu papá me lo cuenta al día
siguiente. “La cogiste tú, Virginia, metiste la mano entre las piernas y te la
pusiste encima”, y acudieron a mi mente ráfagas de mí misma buscándote en el
agua. Ahí estás. Pequeña, blanca de vérmix, suave, redonda. No lloras. Toses y
abres los ojos. Entonces es cuando veo que eres una muñeca. Mi muñeca.
Y este es el fin del relato del nacimiento de mi hija. O quizá
este debería ser el fin, pero tuvimos que salir de la bañera, porque comencé a
tener mucho frío y a tiritar. Me ayudaron a salir, a sostener también a la
niña. Me pusieron en la cama de la habitación y nos cubrieron a ambas con
toallas calientes y ahora sí que tuve que ponerme en la posición del potro.
Comenzaron a coserme y comencé a quejarme. Yo me había preparado mentalmente
para el parto, pero aquello me dolía mucho, mucho. La niña encima de mí,
mientras yo lloriqueaba y me sentía muy ridícula, porque no entendía cómo podía
haberla parido a pelo y estar quejándome así porque me cosían. No hacía nada
más que preguntar cuánto faltaba y ellas me decían que poco, pero no acababa.
Temblaba muchísimo, tenía mucho frío, me costaba sostener las piernas abiertas
y juntaba las rodillas. Mi matrona se despidió de mí, ahora supongo que su
turno habría acabado hace ya tiempo y alcancé a darle las gracias varias veces.
Me gustaría hablar con ella ahora, la verdad. A mi alrededor había gente en la
cama. Yo sólo quería que me dejaran a solas, tranquila. No entendía que
tuvieran que coserme, que se tardara tanto, que me doliera aunque me hubieran
puesto anestesia local. Ellas me explicaban que era necesario coserme el
desgarro, que no podían dejarme así y racionalmente llevaban razón, pero yo
estaba muy cansada… y sentía un dolor que ya no podía o no quería soportar. No
era un dolor de parto, sino un dolor superficial, de piel, pequeño, agudo,
localizado. Me preparé para parir, pero nunca esperé que después algo me
doliera. Oigo de repente que hablan entre ellas y les pregunto qué pasa. Me
cuentan que ha pasado una hora desde que di a luz y la placenta no ha salido.
Que tiene que salir. Me explican que van a ayudarme empujando la barriga, que
yo tengo vacía, descolocada, triste. Siento pequeñas contracciones. Empujo de
nuevo mientras me aprietan la tripa, una vez, dos veces. Es desagradable y la
placenta no sale. Noto que me mareo, estoy perdiendo el sentido y lo digo.
Rápidamente ponen la cama posicionando la cabeza hacia abajo y escucho que
quieren ponerme una vía. Una vía no, una vía no, les digo yo con la lección
aprendida, como si la vía fuera el fin del mundo, como si ponerme la vía fuera
el principio de una serie de hechos por los que yo no quería pasar. Acceden
pero me dicen que tienen que avisar al equipo de ginecólogas. No, no, imploro
yo de nuevo, sintiendo que algo se me está escapando de las manos, que esto no
tenía que pasarme, que todo había salido bien. Me explican que tienen que
hacerlo, que la placenta tiene que salir y me doy cuenta de que llevan razón, es
así. Me piden permiso para dejar a la niña
con el padre. La separan de mí y él se quita la camiseta, para hacer el piel
con piel.
Pienso cosas muy rápido. Sobre
todo pienso “como mi madre, como mi madre, como mi madre”. A ella tampoco le
quería nacer la placenta. Intento mirar hacia delante y veo al fondo a mi
compañero, con una cosa muy pequeña que es mi niña, que ahora llora y llora sin
parar. Le miro y nos miramos y sé que pensamos lo mismo: si te separan de tu
bebé algo va mal. Sé que recordamos el relato de una compañera de El Parto es
Nuestro, no recuerdo el nombre, que parió con Gaia y tuvo una gran hemorragia
después, como su madre. Nos impresionó mucho. Y le miro y sabemos que algo va
mal. Viene el equipo de ginecólogos. Las matronas no quieren hacerme empujar
más porque me he mareado. El único hombre que entra en la sala me ofrece
entonox y lo rechazo, piensa que me he mareado del dolor. Pero yo sé que es de
cansancio, de días durmiendo mal, de comer poco, de dar a luz. Me dice que si
no sale la placenta tienen que dar otros pasos. Pregunto que cuáles y me dice
que tengo que ir a quirófano. Me siento aterrorizada. Me lo dice sin empatía,
no como el resto de matronas con las que he estado de manera constante. Se me
derrumba el día. Después de haber llegado hasta aquí, ¿Cómo voy a ir a quirófano?
¿Cómo van a ponerme la epidural? ¿Qué me van a hacer? Miro hacia mis piernas y
veo a la ginecóloga, le digo que espere, que voy a empujar, que no me voy a
marear. Me mira y accede. Me dice que venga, que lo vamos a intentar. De
repente soy consciente de que me han puesto con la cabeza hacia abajo. Así no
puedo. El miedo me hace pensar con lucidez y le pido a la matona que tengo al lado
que me sujete la cabeza. Y entonces, de nuevo, empujo. Pero empujo de verdad,
hacia abajo, con todas mis fuerzas, como si estuviera sacando a mi niña de
nuevo. Ella presiona mi barriga y noto que sale algo redondo, suave, fácil.
Todo el mundo está muy contento. Ha salido la placenta. Antes no empujaba para
sacar algo tan grande. Es grande. Recuerdo cuando al mes y medio de embarazo tuve una pérdida de sangre y me
dijeron que era un desprendimiento de la placenta. Cómo rogué que se pegara a
mí, cómo lo rogué una y otra vez… tanto que ahora no se quería despegar. La ginecóloga se va. También el ginecólogo o
lo que fuera, que había entrado con ella. Me cae mal. Me limpian, acaban, me
devuelven a la niña. Se van. Y nos quedamos los tres solos. Por fin. Yo con
miedo en los ojos, él con lágrimas y nuestra hija encima de mí, sin llorar,
segura y tranquila por fin, enganchada a la teta. Enganchada a mí.
Dicen que la forma de nacer
determina la vida, la personalidad. No sé si creerlo o no, pero tenía claro que
quería darle la mejor forma de llegar a este mundo a mi hija. Quería
acompañarla en todo el proceso, ser consciente cada instante, dejarla decidir
su momento y entender que mi parto era su nacimiento. Como tantas veces leí, he podido. Tantas
veces me dijeron “tu cuerpo sabe parir” y era verdad. Ahora me siento
tranquila, he podido. Se puede. Ya dan igual todas las veces que tuvimos que
justificar nuestra decisión. Da igual porque he podido parir a mi hija como yo
quería, sin acelerar el proceso, sin estar boca arriba y con las piernas
abiertas en una cama, sin luz, sin gente extraña y diferente, sin que me
ofrezcan la epidural como solución a todo, sin ralentizar mi parto por ella,
sin aumentar el riesgo de llegar a cesárea. Parir a mi hija como yo quería. Eso es lo que
deseo para todas las mujeres, que den a luz como quieran, donde quieran, en la
postura que les plazca. Que decidan ellas como sujetos activos de su parto.
Decidan lo que decidan. Mi niña decidió nacer en domingo. Dicen que nacer en
domingo da buena suerte, que los niños que nacen en domingo tienen buena estrella.
No sé si creerlo o no, pero me gusta aferrarme a esa idea. Naciste en domingo,
muñeca. Vas a tener buena suerte.
Virginia Gijón
NOTA- Las imágenes de cuadros son de una fabulosa artista canadiense. Amanda Greavette No dejéis de ver su obra, es espectacular.
NOTA- Las imágenes de cuadros son de una fabulosa artista canadiense. Amanda Greavette No dejéis de ver su obra, es espectacular.
Etiquetas: El parto es nuestro, feminismo, mujer, parto agua, parto natural, parto normal, parto torrejón
4 Comments:
At 2:52 p. m., Anónimo said…
Hola Vir, acabo de leer tu relato. Me ha resultado sumamente emocionante leer cada palabra. Mi pensamiento sobre maternidad y nacimiento han cambiado un poquito. Gracias.
Te deseo mucha felicidad junto con tu compañero y tu muñeca.
Un fuerte abrazo y muchos besos.
Angeles López (una antigua amiga del viejo Giner de los rios).
At 8:57 p. m., Virginia Gijón Herrera said…
Hola Ángeles!Me alegro mucho de saber de ti, pero que haya conseguido cambiarte la visión sobre maternidad y nacimiento, me hace muy feliz. Cualquier cosa, estoy por aquí. Un gran beso.
At 3:04 a. m., samanthVe said…
Wow wow wow wow....
Amé tu relato, es mas de lo que deseo para mi viaje. Lo planifique en agua. Con matrona y Doula a mi lado y mi maridin. Estamos esperando que empiece mi viaje... Y esto es todo lo que pido. Gracias x compartir. Entre a google buscando historias para llenarme de buena energía, fuerzas, motivación, valor etc etc y encontré tu historia.! Q alegria ...sólo siento ganas de q empiece nuestro viaje. Mi esposo esta igual...deseosos y ansioso . saludos y mil bendiciones ! - somos poderosas, salvajes ,mamíferas ! Mi bebé sabe nacer y yo se parir-
Abrazos
At 1:15 a. m., Anónimo said…
Samantha, llego probablemente tarde a tu comentario. Estas cosas de tener un bebé e ir corriendo a todos los lados, ya sabes ;-)
Muchas gracias por escribir. Me encantaría saber qué tal te fue todo.
Abrazos,
Virginia.
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