De armarios y nacimientos
Abriste los ojos por primera vez
en el mismo lugar que tu hermana. Esos ojos grises de recién nacida que no ven
pero intuyen, que no distinguen colores pero los buscan. Los abriste en la
misma habitación, el mismo metro cuadrado, la misma bañera. Y quiero pensar que
así el destino os une para siempre, como si tuviera más fuerza el agua donde
vinisteis a nacer que el hecho de compartir padre y madre.
Llegaste a este mundo sobre todo
para que en el transcurrir de la vida tu hermana no estuviera sola. Cuando estabas
dentro de mí (y no como ahora que duermes a mi lado, los brazos hacia arriba,
la boca entreabierta, los ojos soñando) pensaba mucho en eso. Pensaba que te
merecías una atención que no te estaba dando porque el día a día no me dejaba.
Pensaba que era triste venir al mundo solo por ser dos. Pero desde el instante
en que te vi, me olvidé de todo lo anterior. He leído muchas veces la frase
“llegaste para completar mi felicidad” y hasta ahora no he sabido entenderla.
Contigo soy mucho más feliz. Qué difícil explicarte que me siento satisfecha,
redonda, plena. De nuevo la maternidad me muestra sentimientos que ni siquiera
sabía que estaban por ahí. Tu hermana me revolvió por dentro y tú me has
regalado la serenidad y la calma de quien respira un instante de campo mirando
al cielo.
Hablé contigo cuando pensaba que
eras otra, en el primer trimestre, cuando nos dijimos aquellas cosas que se
quedan flotando en el aire de la incertidumbre. Esas palabras que las dos
llevaremos dentro porque nos las dijimos en la lengua extraña que sabes que
también te comunica con los muertos. La segunda vez que te hablé así fue el día
de antes de que decidieras asomar la cabeza a este lado de la vida. Te dije
“Mira, hija, nace cuando tengas que nacer, no voy a condicionar tu nacimiento a
un armario”. Y así fue. Porque tu vida, ya marcada por un lugar, la segunda, y por un deseo, ha estallado a nuestro lado mientras nosotros hacíamos cosas.
Peinábamos a tu hermana, visitábamos a tu abuelo en el hospital, trabajábamos,
preparábamos comidas, jugábamos en el parque y diseñábamos armarios. Tu
embarazo fugaz fue el del diseño de un armario a medida.
Y ese armario, pequeña, está
ahora donde había una estantería tan gigante y llena, que pasamos el verano
huyendo del bochorno y de la urgencia de vaciar una habitación. Septiembre nos
regaló el mes más caluroso en años y la sospecha de que llegarías antes y no
teníamos nada preparado.
Te cuento esto para darte las
gracias porque supiste esperarme. Quisiste aguardar a que yo estuviera
preparada y yo quise regalarte un nacimiento tranquilo, en penumbra, íntimo y
respetado. Hay muchos días en la vida para sufrir y yo no quería que los tuyos
empezaran así.
Te dije “nace cuando tengas de nacer”. Te lo susurré el uno de octubre,
sábado, cumpleaños de tu padre. El dos hacíamos la “mudanza” porque el día tres
venían los carpineros. Quitar estanterías, bajarlas, desmontar el armario
anterior, vaciar la habitación. Menudo lío. Pero yo ya había hablado contigo
desde dentro y sabía que no querías esperar al quince. Así que al levantarme
después de otra noche con cierta molestia de esa extraña, como la que tenemos
cuando viene la regla, vi algo raro después de ir al baño y advertí a tu papá.
Y empezó. Comenzaron las
contracciones mientras venían a ayudarnos a desatornillar y yo me empeñaba en
dejar todo apunto. No pude relajarme y ayudarte a venir antes, cariño. Estaba
nerviosa y tenía que colocar todo para tu hermana y para tu llegada y se me
ocurrió irme a comprar. Llené el frigorífico de comidas y cenas fáciles para tu
hermana y la mía, dirigí y reí los viajes escaleras abajo y arriba con las
tablas. Las contracciones me acompañaban pero podía todavía disimularlas, darme
la vuelta, mirar a otro lado mientras tu yaya me hablaba. Pasamos una mañana
con cinco personas más en casa y llegamos a la hora de comer cuando ya empezaba
a agarrarme a las mesas y cerrar los ojos. Habitación casi vacía.
Hasta las seis no llegaron para
llevarse la estantería y mientras, yo escribía un manual de instrucciones para
tu tía. Dónde estaban las cosas, a qué hora se da el baño, cómo es el ritual de
la comida. Y llegaron las seis y media y se fueron y pedí que se llevaran a tu
hermana al parque. La vestí, peiné, besé y mientras se montaba en el triciclo y
le explicaba que se iba un rato a jugar, me miró y me dijo, “Mamá, cuando tú te vayas yo no voy a
llorar, vale? Porque soy muy mayor”. Me
sacudió la fuerza de la percepción, vuestra conexión. Sin decirle nada ella ya
sabía que llegabas.
Cerré la puerta y a solas, por
fin lloré. Lloré mucho, con angustia, con alivio, con ganas. Lloré sabiendo que
era bueno, relajándome, lloré porque ya estaba todo listo y podía centrarme en ti.
Lloré porque era tarde, porque era pronto, porque se acababa. Lloré mientras me
duchaba con agua muy caliente y de nuevo me vi apoyando las manos en los
azulejos, cerrando los ojos, lloré viendo el agua correr por mi tripa, lloré
mientras me secaba.
Sobre las ocho volvió tu hermana,
llegó la mía, ultimé detalles, me dolía. Me agarraba a las sillas y volví a
sentir ese dolor agudo, que sube, sube, sube, sube y alivia cuando baja. Con
ese instinto que solo tenemos en el infancia, tu hermana no hacía ruido, estaba
quieta y respetaba. Le dije que hoy no dormía en casa, que se quedaba con la
tía, nos abrazamos, nos despedimos y emprendimos el camino al hospital.
Me había dado tiempo a hacerme un
bocata de jamón de york, a coger una botella de agua, a mandar el plan de parto,
a montar la silla del coche. Me había dado tiempo a todo. El camino, de nuevo
en domingo, sin tráfico, se me pasó rápido mientras encajaba las contracciones
agarrada al asidero del coche y entre ellas mordisqueaba el bocata y bebía
agua. Quería estar fuerte para acompañarte. No sabía cuánto tiempo ibas a
tardar, si ya estabas muy decidida o si tendríamos que esperarte un poco más.
A las 21horas entrábamos en
urgencias. Por segunda vez en nuestra vida tu papá y yo recorrimos los mismos
pasillos despacio, con paradas. Cabeza hacia abajo, fuerza en las manos. Ya sé
que necesito apretar. Apretar a las cosas fuerte, fuerte para soportar el dolor
y la duda de cómo está de avanzado el parto. Nos reciben en paritorio por
nuestro nombre. Treinta y ocho más dos, añadimos. Y nos toca monitores. Cómo
los odio. Una sala con butacas y máquinas. Electrodos en la barriga que me
empeño en sujetar mientras viene la contracción. Una madre y su hija al lado,
tras una cortina hablando de ropa de bebé. Yo de pie, aferrada a tu padre pero
incómoda, sin querer que me vean, que me oigan. Quiero estar sola, a oscuras,
tranquila, poder concentrarme en el dolor. Lo necesito. Me angustian los
monitores, le pregunto a tu papá cuánto tiempo estaremos ahí, quiero irme ya.
Cuando me decido a decírselo vienen a por nosotros. Son las diez y media de la
noche, apenas habré estado una interminable hora.
Me piden permiso para hacerme un
tacto que yo anhelo desde hace tiempo. Quiero ver de cuánto estoy, quiero saber
si ese dolor de regla con el que llevo días ha hecho un trabajo. Me tumbo en la
camilla, boca arriba, miro el techo, espero. Estoy tensa, incómoda, pero me
siento arropada por la matrona, que es muy amable y me trata con mucho respeto
y cuidado. Muy bien, me dice. Y yo pregunto de cuánto. Se para el tiempo, como
cuando esperas la nota de un examen importante y sabes que está en ese papel y
en segundos, en décimas, lo vas a leer y
ya no habrá nada que hacer. Me dice muy bien pero no me fío, qué es muy bien. “Estás de cuatro y medio, casi de cinco”. El papel dice que sobresaliente. ¿De cinco?
Siento alegría, con tu hermana después de tres días no llegaba ni a tres
centímetros. Llevaban razón todas las voces que me aseguraban que el segundo
parto es más rápido.
¿Entonces, vamos a la seis?, nos dicen preguntándonos si seguimos
con la intención de que nazcas en el agua. Avanzamos el pasillo, con el camisón
blanco gigante, despacio, otra vez hablando de los pies. Que no vaya descalza o
no sé qué. Mi matrona se llama Rocío. Carmen nos ha recibido y se quedará, pero
durante el parto nos asistirá Rocío. Rocío me sugiere una ducha y voy directa
al baño. Veo la bañera, miro los recuerdos de dos años atrás, pero mis
pensamientos son fugaces, entre contracción y contracción y cuando estoy en
ellas no hay nada más. Pido una cuerda para estirarme, pido una pelota para
ayudarme. Me desnudo. Tu padre va y viene, me ayuda con la ducha, me pasa él el
agua por el cuerpo, me apodero de la barra, encajo las contracciones de pie.
Entra Rocío, nos ha pedido la historia clínica, pero no nos dará tiempo a
dársela, tenías muchas ganas de nacer y yo todavía no lo sabía. Me sigo
preguntando cómo es posible no ver todas las señales, cómo es posible no darse
cuenta de que venías ya, pequeña, de que estaba a punto de abrazarte. Entra
Rocío y soy consciente de que estoy desnuda, pero cuando me doy cuenta viene
otra contracción y lo olvido. Nos pregunta si queremos oxitocina para expulsar
la placenta. Le digo que no, que no, mientras grito de dolor. Empiezo a gritar
de dolor sin recordar que yo chillo cuando queda poco. No quiero oxitocina, no
quiero que me duela más. Me explica que es para ayudar a alumbrar la placenta,
que es un pinchazo en el brazo y una cantidad muy pequeña. Recuerdo mi primer
parto, lo terrible que fue expulsarla, me aseguro de que sea después de que
nazcas y le digo que sí. Se va. Entonces soy consciente de que estoy empujando, la llamamos. Me pregunta
si quiero saber cómo voy, puede hacerme un tacto de pie, tal y como me
encuentro, accedo. No me incomoda, me da tranquilidad. Me explica que “Ya casi
estoy” y de nuevo no asumo que tu llegada es inminente. “Te queda un poquito, Virginia, no empujes” ¿Por qué? Le grito. Porque te puedes hacer mucho daño, intenta
no empujar. No sé cómo no voy a empujar. Son las once y media
aproximadamente de la noche. Me sugiere el entonox, el gas de la risa. Me da
miedo marearme, no me apetece. Me propone que lo pruebe en la banqueta. Le
pregunto si eso va ayudarme a no empujar y me dice que sí. Me trae un carro con
una bombona y una boquilla, tengo que aspirar fuerte al llegar la contracción,
pero me da miedo, así que lo hago despacio. Estoy regular. Me he puesto el
camisón, me siento por si me mareo, no puedo agarrarme a la barra, no puedo
colgarme de tu papá, no encajo bien las contracciones ahí, no puedo. Agarro la
muñeca de tu padre, que sujeta la boquilla del gas, aspiro con fuerza, aprieto
su mano, aspiro, aspiro, no noto nada, solo quiero colgarme, no me gusta la
postura, pero no puedo pensar, solo cierro los ojos, aspiro, aprieto, me muero
de calor, me quito el camisón. Hay sangre por el suelo, estoy desnuda y todo me
da igual. El gas me ayuda a no empujar, aguanto. Es horrible aguantar. Y de
repente no puedo. Grito más. Grito mucho más, en dos fases. Las contracciones
fuertes vienen muy seguidas y entre ellas aparecen otras pequeñas. Rocío me dice
que puje si quiero, que deje el gas, que ya puedo empujar. Me pongo de pie,
empujo, pero tengo miedo de romper la bolsa. La noto, sé que está ahí y va a
romperse y me da un miedo irracional. Sé que no duele, la otra vez me gustó,
fue caliente y agradable, pero ahora no quiero, no sé. La matrona se agacha y
pone las manos mientras empujo de pie sintiendo un dolor inmenso. Esto me lo
explica tu padre después, yo no la veo. Comienzan a llenar la bañera a cubos,
no da tiempo, yo no lo sé. Rompo aguas,
me parecen menos, viene contracción, grito, grito. Quiero que paren. Me
preguntan si quiero pasar a la bañera y digo que sí.
El reloj, marca las 23.54. Pienso, “ya no nace en domingo, como su hermana”. Me meto en la bañera y siento muchísimo calor. Está muy caliente, como a mí me gusta, pero me muero de calor. Pido agua, bebo, me pongo a cuatro patas. No puedo evitarlo, no lo pienso, es así. Me dicen que o dentro o fuera. La bañera no está llena del todo, no da tiempo. Me explican que no puedes nacer así, entre el aire y el agua, hay que elegir. Bajo la pelvis. Me gusta menos, empujo peor. Me dicen que me recueste boca arriba, lo intento, no me gusta, me muevo y vuelvo boca abajo. Siento ganas de ir al baño, no quiero, no quiero. Sé que forma parte del proceso, pero no quiero. Se lo digo. Me hablan, me calman. Rocío, Carmen y Paula. Me cuentan que es normal, que es tu cabeza que está muy cerca ya. Me rindo y empujo. Me duele mucho. Muchísimo. Le digo a tu padre que eres la última hija que tendremos. Estoy sudando, pido agua, agua, me la traen, todo es muy rápido, sólo digo que tengo calor, sudo, grito. Me preguntan si quiero salir, por mi mente aparece la pregunta de a dónde, grito, no, no, no, me quedo. Se me llenan los ojos de lágrimas, le digo a Rocío que no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. Sí puedes, Virginia, eres una campeona, eres fuerte, está hecho, puedes. Ni siquiera pienso que es una tontería, que no hay marcha atrás, que puedes sí o sí. Sólo digo que no puedo. Me animan, vamos, ya está, ya está, se me hace interminable, me duele muchísimo, noto tu cabeza dentro de mí, la noto, quiero que salgas ya,ya,ya,ya. Y en la siguiente contracción, empujo, en un grito interminable, un grito lleno de arrojo y de fuerza. Y tu cabeza sale. Noto alivio. Me tocan el coxis, supongo que para que no lo levante. Falta tu cuerpo, me dicen que te ayude a nacer, que te ayude, pero yo ya lo estoy haciendo, no entiendo lo que quieren. Estoy respirando, por primera vez un descanso largo entre contracciones. Oigo que me van ayudar y creo que me tocan. Supongo que para que saliera tu cuerpo, pero les grito que no, que no, que ya viene. Grito ya viene, con una e interminable y en esa última contracción, que tardó un poco más que el resto, sale tu cuerpo, mi pequeña.
El reloj, marca las 23.54. Pienso, “ya no nace en domingo, como su hermana”. Me meto en la bañera y siento muchísimo calor. Está muy caliente, como a mí me gusta, pero me muero de calor. Pido agua, bebo, me pongo a cuatro patas. No puedo evitarlo, no lo pienso, es así. Me dicen que o dentro o fuera. La bañera no está llena del todo, no da tiempo. Me explican que no puedes nacer así, entre el aire y el agua, hay que elegir. Bajo la pelvis. Me gusta menos, empujo peor. Me dicen que me recueste boca arriba, lo intento, no me gusta, me muevo y vuelvo boca abajo. Siento ganas de ir al baño, no quiero, no quiero. Sé que forma parte del proceso, pero no quiero. Se lo digo. Me hablan, me calman. Rocío, Carmen y Paula. Me cuentan que es normal, que es tu cabeza que está muy cerca ya. Me rindo y empujo. Me duele mucho. Muchísimo. Le digo a tu padre que eres la última hija que tendremos. Estoy sudando, pido agua, agua, me la traen, todo es muy rápido, sólo digo que tengo calor, sudo, grito. Me preguntan si quiero salir, por mi mente aparece la pregunta de a dónde, grito, no, no, no, me quedo. Se me llenan los ojos de lágrimas, le digo a Rocío que no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. Sí puedes, Virginia, eres una campeona, eres fuerte, está hecho, puedes. Ni siquiera pienso que es una tontería, que no hay marcha atrás, que puedes sí o sí. Sólo digo que no puedo. Me animan, vamos, ya está, ya está, se me hace interminable, me duele muchísimo, noto tu cabeza dentro de mí, la noto, quiero que salgas ya,ya,ya,ya. Y en la siguiente contracción, empujo, en un grito interminable, un grito lleno de arrojo y de fuerza. Y tu cabeza sale. Noto alivio. Me tocan el coxis, supongo que para que no lo levante. Falta tu cuerpo, me dicen que te ayude a nacer, que te ayude, pero yo ya lo estoy haciendo, no entiendo lo que quieren. Estoy respirando, por primera vez un descanso largo entre contracciones. Oigo que me van ayudar y creo que me tocan. Supongo que para que saliera tu cuerpo, pero les grito que no, que no, que ya viene. Grito ya viene, con una e interminable y en esa última contracción, que tardó un poco más que el resto, sale tu cuerpo, mi pequeña.
NOTA- Los cuadros son de nuevo de Amanda Greavette. Increíble cómo pinta. Pinchad e iréis al blog
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home