En Cuclillas

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (...)El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. (Borges)

16.7.08

Mujer tenías que ser




Hablemos de conducir.

El otro día charlaba con una amiga sobre la mala actitud que tomaba su pareja cuando ella le llevaba en coche. Le gritaba y le decía que no sabía conducir, pidiéndole incluso que soltase el volante para que lo llevara él. Qué simbólico. Rememoraba yo así mi propia experiencia a la hora de sacarme el carné de conducir, en lo que a dos años vista, recuerdo como un proceso de desconducción.

Aunque hacía semanas que yo disfrutaba conduciendo, desde que mi mal llamado “profesor” de autoescuela se encontraba empeñado en gritarme lo mal que lo hacía, notaba que se me desdibujaban las señales y que la palanca de cambios se iba convirtiendo literalmente en lo que pregona su nombre: una palanca con la que accionar un giro de actitud.

Lo curioso de esta historia es que yo era plenamente consciente de que mi proceso de “desconducción” era producto de mi falso acompañante y sus ganas de demostrar que yo en su coche no era nada. Parecía como si cada vez que demostrara mi procedencia de escuela inductiva y me empeñara en preguntar por qué esto o aquello, él entendiera que lo que realmente hacía era cuestionarle su autoridad, porque pregunta equivalía a duelo.

Curiosa mi actitud. Como a Pavlov le encantaría comprobar, yo me sumaba a la ley del estímulo-respuesta. Si preguntar por qué es más efectivo ir en tercera que en segunda en ese tramo iba a suponer improperios a mi inteligencia, optaba llena de congoja, por asentir y obedecer, para evitar problemas.

Pero el mal ya estaba hecho. La actitud sumisa no provocaba sino hacer crecer al monstruo que él llevaba dentro (que apenas sí cabía dentro del coche) con lo que ya no había nada que yo pudiera hacer bien, y la duda me incitaba a recordar a Pigmalión y las expectativas del profesor. ¿Lo hago mal porque me regaña, o me regaña porque lo hago mal?

Ahí está, la caja de Pandora abierta (por una mujer) y todos los males de mundo esparciéndose por doquier. Familia, amigos, libros, seis años en la Universidad, dos carreras, mi formación feminista y un puñado de títulos bajo el brazo no consiguieron anclar la confianza en mí misma de una manera eficaz. El monstruo se la comió en cuatro días. No hizo falta ni una semana para que yo en lugar de conducir, “descondujese”.


Y con esto volvía yo a la historia de mi amiga.

A la hora de conducir, como a la hora de desempeñar numerosos trabajos, las mujeres somos algo en tanto que Mujer. Y a la vez, sufrimos una y otra vez las consecuencias que trae aparejada la estructura patriarcal en la que vivimos. Expliquemos ambos aspectos. Abróchense los cinturones:

Las mujeres conducimos peor. Así, de manera rotunda y eficaz oímos esta afirmación en multitud de ocasiones. La oímos de voz de hombres y de mujeres conductoras. Da igual que los seguros de coches nos cobren menos a nosotras porque estadísticamente tenemos menos accidentes. Probablemente en este caso se conteste que es que conducimos más lentas. Entonces, si aceptamos el hecho de que conducimos más lentas- hecho para nada objetivo- y por ello no tenemos tantos accidentes, ¿Está mal conducir más lento? ¿Qué es conducir bien?

Al reflexionar sobre estas preguntas caeremos en una trampa patriarcal de la que no podremos salir. La solución sin embargo es fácil si nos ponemos las gafas color violeta del feminismo[1], es decir, si analizamos la realidad desde una perspectiva que no esté preñada de androcentrismo. Una visión feminista, que deconstruya y ponga a Hombre y Mujer en otro lugar: el mismo.

Cuando “los padres” de la Filosofía (qué pocas “madres” se conocen a lo largo de la historia, ¿no?[2]) se pusieron a reflexionar sobre cómo estaba constituido el mundo, dividieron y clasificaron éste en dos montones. Decidieron, después de darle muchas vueltas a la cabeza, que la forma en que podía definirse la realidad era por oposición. Es decir, una cosa era, por lo que no era. Si alguien es alto, es porque no es bajo. Si es fuerte, es que no es débil. Si algo está húmedo, es que no está seco. En un lado lo público, y en otro, lo privado. Así pusieron en un lado el logos, el Conocimiento, y en otro, la Naturaleza. En un lado lo racional, y en otro lo irracional. En un lado el Hombre y en otro la Mujer. Si no eres Hombre, es que inevitablemente, eres Mujer.

Podría haber sido una forma de definir la realidad como otra cualquiera, el problema viene cuando se significa positivamente uno de los lados, y el otro negativamente. No hace falta ser una persona muy avispada para sospechar cuál de los lados es el que connota positivamente y cuál no lo es. De manera que lo seco, lo público, la derecha, el logos, la razón, el Hombre, se convierte en algo bueno mientras que lo húmedo, lo privado, la izquierda, la Naturaleza, el Mitos, la Mujer, se significa de forma negativa. Parece obvio sospechar que ya existían unas estrategias de pensamiento patriarcal previas.

Esto, que puede parecer algo insustancial, no lo es, porque nosotras no sólo no estamos en el lado del logos, el del pensamiento, el de la libertad y la razón, sino que se nos niega por tanto la capacidad de decir, de nombrar. Al posicionarse la diferencia como una diferencia ontológica, vemos el mundo desde un punto de vista androcéntrico desde el que ni siquiera tenemos un decir. No podemos decir lo que no somos porque no tenemos la posibilidad de nombrar, puesto que estamos en el lado de la Naturaleza. Se nos imposibilita la denuncia de una exclusión. Vemos –hombres y mujeres- el mundo desde ese lugar falso donde nos han colocado, que es el lugar de las diferencias sexuales. La existencia de éstas a nivel biológico es innegable, pero el hecho de tener unos caracteres sexuales u otros en ningún caso debe significar positiva o negativamente. Se produce -gracias a los grandes “padres” de la Filosofía- una naturalización de un proceso social, una legitimación de una estructura de dominación convirtiéndola en natural. La sociodicea nos pone a mirar el mundo desde un lugar en el que no vemos el olvido estructural que supone que la diferencia sexual ordene prácticamente todo.

Puede pensarse que esta inclusión -por llamarla de alguna manera- de la Mujer en el lado de la Naturaleza, negándole así su capacidad de pensar, es cosa de “la prehistoria”, como me decía mi amiga cuando se lo contaba, pero no es así.

Podríamos echar la vista atrás y ver a la pobre Clara Campoamor peleándose por conseguir el voto femenino(o lo que es lo mismo, el sufragio universal y esa verdadera democracia que ahora nos encanta defender) en las Cortes, mientras su sesuda argumentación se chocaba de frente con argumentos que ponían encima de la mesa nuestra capacidad de pensar todos los días del mes, por aquello de que nos volvíamos irreflexivas, ñoñas y medio lelas cuando teníamos la menstruación. De nuevo la Naturaleza hace su aparición. Por si acaso son ustedes como mi amiga, no puedo dejar de recordar la polémica con Carmen Chacón. Hemos visto por ejemplo cómo se ponía en tela de juicio la capacidad de la ministra de Defensa para desempeñar su cargo. Inexplicablemente la única razón que se daba era que ese puesto había sido desempeñado tradicionalmente por un hombre. La pregunta llega en forma de conjunción: ¿Y?

Preguntarse por la capacidad de la ministra porque esté embarazada es insultante; alegar que lo relevante es saber si se coge la baja, es disimular que se está insultando. ¿Quién conoce las bajas de los ministros? O lo que es la verdadera pregunta: ¿Por qué ser padre no afecta al Hombre pero ser madre sí afecta a la Mujer? Y es que la Mujer, sea ministra o cajera de supermercado debe escoger si compartir un Derecho que es suyo y “ceder” parte de “su” maternidad…Otra vez la Naturaleza “se cuela” en el lado de la Mujer…[3]

Pero sigamos conduciendo el tema, que de eso va… ¿Por qué se dice que conducimos mal? Simple y llanamente porque no estamos en el lugar desde el que podríamos conducir. Se conduce desde el lado de lo racional, y poco tiene que ver la máquina que supone un automóvil con la Naturaleza, que es el lugar que tenemos asignado. Pero además, da igual cómo lo hagamos, o lo que digan las estadísticas. De cualquier forma estará mal. Si existiera el premio al mejor/a conductor/a, se lo llevaría un hombre. La lógica de la maldición de Bourdeau[4] nos perseguirá de por vida. Si conducir rápido es lo bueno, ellos son ágiles y ligeros y nosotras torpes y lentas. Si ser prudente y no abusar de la velocidad es lo bueno en ese momento, nosotras vamos como locas y no miramos. Cuando alguien tiene un golpe siempre fue culpa de la mujer…porque en esto, como en otras muchas cosas, lo que se juzga no es el acto en sí, sino quién lo realiza. Por esto mismo comenzaba yo este viaje con la enunciativa “Las mujeres conducimos peor”, ¿Peor que quién? Peor que nuestro patrón de conducción, que es el hombre, que sí conduce bien. Ahora podemos responder a la pregunta con la que nos interrogábamos al principio: ¿Qué es conducir bien? Y la respuesta está clara: Aquello que no hagamos nosotras.

Pero tomemos un cambio de sentido para volver al principio: ¿Qué hizo que la desconducción se apoderara de mí?

Algo muy sencillo: el poder de la violencia simbólica. De nuevo Bourdeau se monta en nuestro coche: El efecto de la dominación simbólica (…) no se produce en la lógica pura de las conciencias conocedoras, sino a través de los esquemas de percepción, de apreciación y de acción que constituyen los hábitos(…) Se ejerce directamente sobre los cuerpos y como por arte de magia, al margen de cualquier coacción física.

Si no identificamos el lugar donde nos ha colocado el Patriarcado no tendremos otro remedio que reproducir Patriarcado nosotras mismas. Esa violencia simbólica, que se cuela como una avispa por la ventanilla, consigue que las mismas mujeres reproduzcamos una y otra vez unos esquemas mentales que son producto de la asimilación. Y siguiendo a Bourdeau recordamos que las herramientas de los débiles siempre son débiles. Asumimos, dominadas y dominadores, unas estructuras de dominación construidas por los segundos, como si fueran naturales. Es el “poder” o la facilidad que tiene un hombre de manera “natural” por muy tímido que sea, para entrar en una reunión de mujeres e interrumpirla sin ni siquiera haber estado desde el principio. Es ese derecho implícito a llevar la razón que siempre tienen. Son esos dos asientos que ocupan en el Metro sólo porque tienen las piernas abiertas, mientras que nosotras vamos casi siempre con las piernas cruzadas, ocupando el menor espacio posible. Es esa gran suerte de no tener que luchar dos veces por cada cosa que quieren, una para demostrar que pueden y otra para demostrar que aunque sean hombres son capaces de hacerlo. Es ese aplomo que les da desde niños saber que van a ser futbolistas de éxito -y tener muchos coches y muchas mujeres, ( ¡ )- o que siempre podrán dirigir una empresa o matar al lobo, mientras nosotras queremos ser peluqueras, maestras o princesas, que son los únicos referentes que tenemos. La violencia simbólica es para las mujeres ese jugar siempre en el campo contrario, con una afición que no es la tuya, y unas reglas que no has puesto tú, pero crees que sí.

Por eso, mi profesor de autoescuela se sentía superior a mí en todo momento, como el novio de mi amiga. Por eso da igual que ella tenga dos licenciaturas y un Máster, porque el mundo construido desde el androcentrismo no entiende de formación ecuánime. Nosotras siempre jugamos con desventaja. Esa construcción social de los cuerpos, esa construcción patriarcal de la feminidad y la masculinidad no te permite conducir bien o ser una cocinera de prestigio. Es imposible no reproducir lo que te han dicho que eres porque si dejas de reproducirlo dejas de ser. Es muy fácil aprovecharse del lugar asignado y gritar que no sabemos conducir. Y que nosotras nos lo creamos. Es muy fácil que te repitan constantemente algo (no sabes orientarte, no eres capaz de concentrarte, siempre consigues enfadarme…) y que no sepamos orientarnos, no podamos concentrarnos y nos sintamos responsables de enfados ajenos. Desde nuestro lugar debes sujetar muy fuerte y segura el volante, puestas las gafas color violeta, para que no te deslumbre ese sol que intenta que pares en el arcén. Y oiremos otra vez en la calle las preguntas asombradas que se hacen las bocas unas a otras ¿Pero cómo no deja a ese chico, con lo mal que la trata? ¿Pero por qué? Más allá – y ya hablo de maltrato, ya sea psicológico o físico- de lo que se llama dependencia emocional, no puede dejar de verse constantemente no sólo la incapacidad de estas mujeres para abandonar a sus parejas sino además, cómo ellas son de nuevo, ante su propia incapacidad de reacción (y supongo que no es necesario explicar a qué es debido) las culpables de la situación que atraviesan.

Si -pegando un volantazo- releyéramos que no hacía falta ni una semana para que yo en lugar de conducir, “descondujese”, miedo me da pensar lo que sufren miles de mujeres durante años, sentadas en el sofá con el maltrato psicológico, durmiendo con él todas las noches, preparando su cena diaria y mirando el mundo desde la ventanilla de atrás de un coche que no les pertenece.

[1] Gema Lienas. El diario Violeta de Carlota. El Aleph editores, S.A.



[2] Esto me recuerda Un Cuarto Propio, de Virginia Woolf, cuando al final del sexto capítulo escribe: (…) Todas ustedes son vergonzosamente ignorantes. Jamás han sacudido un Imperio o capitaneado un ejército (…) Ustedes argüirán, señalando las calles y las plazas y los bosques del mundo, repletos de habitantes negros y blancos y color café (…) que hemos tenido entre manos otra tarea. Sin ella, esos mares estarían sin navegar y esas tierras serían un páramo. Hemos concebido y criado y lavado y enseñado, tal vez hasta los seis o siete años, los mil seiscientos veintitrés millones de seres humano que ahora pueblan el mundo, según el atlas, y eso también toma su tiempo.
Cabría la posibilidad de reflexionar de nuevo sobre los distintos usos del tiempo para Hombre y Mujer a lo largo de la Historia, y cómo éstos han ido significando de manera diferente, viendo lo que esto a supuesto para
la sociedad, pero curiosamente, no tengo “tiempo”.



[3] Debemos conquistar derechos para la Mujer en tanto que madre, pero puesto que siempre que hay una madre hay un padre, estos derechos deben ser compartidos. No se tiene un permiso de maternidad por ser Mujer, sino por su condición de progenitora, que es un hecho puntual y ojo, compartido.

[4] Pierre Bourdeau. La dominación masculina. Ed. Anagrama. Página 48.